Gracias, Dmitry_BukhantsovGracias, Dmitry_Bukhantsov

Ya ha pasado un año desde que empezó la guerra. Bueno, al menos para nosotros, europeos que vivimos en este páramo de paz y seguridad que es la Unión Europea.  Para muchos ucranianos, por el contrario, que les digan que ha comenzado una guerra debe sonarles más bien a broma macabra: en 2014, en respuesta a la voluntad por parte de Kiev de acercarse más a Europa y a la OTAN (no es de extrañar viendo lo visto), Rusia desestabilizó/invadió el Dombás, el este del país limítrofe con Rusia y, ¡qué casualidad! industrializado. Perdón, quise decir “ayudó a los separatistas prorrusos a liberarse del yugo nazi del gobierno ucranio”, y se anexionó de paso la península ucrania de Crimea. Europa aplicó sanciones. Estas no las conoce tanto la gente como las actuales. Pero eso es otra historia que contamos en otro artículo; mejor volvemos a 2022.

Yo mismo -y supongo que otros muchos- no me terminaba de creer que Rusia fuera a invadir Ucrania. Es cierto que Joe Biden lo aseguraba, que la invasión no era materia de duda. Ya, pero ¿cómo? ¿en pleno siglo XXI? Todos pensábamos que la guerra en Europa era cosa del pasado, y los que más saben aseguran que hoy en día una guerra convencional es un instrumento nada eficaz para las relaciones internacionales; es tan costosa en términos tanto económicos como de imagen, que trae más cuenta molestar por otros medios: la “guerra híbrida” es lo que se lleva ahora. Ir molestando poco a poco: un préstamo por aquí, una desinformación por allá, un ataque informático acullá. Incluso hay un libro escrito sobre ello, escrito por dos ex-coroneles chinos hace ya la tira de años: se llama “La guerra irrestricta”. Y los chinos saben de eso porque, sin pegar un solo tiro y partiendo de las más ínfimas posiciones, mira dónde están ahora.

Pero no: Putin decidió atacar, desde Rusia y desde su estado títere de Bielorrusia. Muchos nos acostábamos aquellos días de febrero de 2022 con la preocupación  -y también con la certeza- de que desayunaríamos al día siguiente leyendo que Kiev habíh ga sido tomada y que la tricolor rusa ondeaba en el centro de la capital ucraniana. No faltaban motivos: la icónica central de Chernóbil cayó rápido y el avance ruso parecía incontenible.  No obstante, Ucrania resistió. Por una serie de razones que describiré a continuación.

Lo que empezó siendo una fallida Blitzkrieg o “guerra relámpago”, es decir, una operación fulminante que tenía por objeto apoderarse del territorio,  desbordando y rodeando al enemigo con empleo masivo de tanques, aviación, derroche de medios, etc. El enemigo quedaría conmocionado, sin capacidad de reacción, y se evitaba una costosísima guerra de desgaste. Antes de que se pudiese reaccionar, el invadido estaba ya sobrepasado y el ocupante, tomándose un café en París. Tal fue caso de Alemania en la II Guerra Mundial. Se dice que el general Erwin Rommel (alumno aventajado del general Heinz Guderian, uno de los teorizadores de la Blitzkrieg con uso masivo de tanques) marchaba por Francia a todo trapo, en la torreta de un tanque con sus prismáticos colgados y su “móvil” de entonces apagado para que los mandos no le interrumpieran con molestas instrucciones. En la primavera de 1940, una señora mayor lo vio pasar con su columna blindada y le preguntó “es Ud. francés, de los nuestros ¿no?”, a lo que Rommel  respondió, orgulloso -y suponemos, con acentazo- “no, alemán”. La señora dijo algo así como “Dios, el infierno”, o el diablo, algo así; y  se apoyaría en algún sitio para no desmayarse. El avance alemán fue tan rápido que aquella la señora no podía concebir que ya hubieran llegado hasta allí los temidos alemanes, con quienes Francia llevaba peleando, entre una cosa y otra, una paz por allí y otra paz por allá, unos setenta años.

Volvemos a aquellos compases finales de febrero de 2022 y la cosa es bien distinta. El ejército ruso, la -en teoría, al menos- segunda potencia militar del planeta demostró no estar a la altura. El ímpetu inicial se vio frenado por fallos  que denotaron un problema estructural subyacente. En primer lugar, sus paracaidistas no lograron tomar el palacio presidencial de Kiev, que Zelenski se negaba a abandonar. Bueno, no es tan grave; es un pequeño contratiempo para lo inevitable: las fuerzas rusas se encontraban en los suburbios de Kiev, y nada podía ya impedirles llegar a la ciudad. Aterrorizaba la imagen por satélite de un convoy de decenas de kilómetros de longitud en dirección a Kiev. No había nada que hacer si toda aquella maquinaria conseguía llegar a la capital.

Y entonces, lo que si llegó fue una de las estrellas de la guerra: los drones. Estos emboscaron a la mencionada columna: un gigante torpe, incapaz de moverse y de maniobrar y expuesto en plena carretera, a inútil pecho descubierto, sin posibilidad de guarecerse y siendo blanco fácil de la encerrona aérea. Diría Larra: “¿hay más desgracias? Pues sí, las hay”:  los drones no eran lo único,  pues irrumpieron además los famosos javelin, los bazucas anticarro que cualquier soldado ucraniano podía fácilmente transportar y usar. Aparecían de la nada, reventaban un acorazado y se ponían rápido a cubierto, y a por el siguiente.  La otrora terrorífica columna, inutilizada por un armamento que puede calificarse como «de bajo coste»,  era ahora un atasco de tanques apelotonados  y en llamas que se estorbaban unos a otros y cuyas chatarras empeoraron aún más la situación, bloqueando el paso a los pocos que quedaban operativos, no dejándolos ni escapar de la mortal trampa. De nada servía -de nuevo, audios difundidos al instante por los medios en todo el mundo- que los comandantes de carro suplicaran refuerzos o asistencia (entre otras cosas, porque se llegó a la chapuza de no cifrar las comunicaciones y cualquier radioaficionado podía «participar». En suma:  el factor sorpresa se esfumó y la ofensiva se había estancado. La ingente exhibición de poderío ruso exhibido por el satélite hacía dos días era ahora el escenario del escarnio mundial del ejército ruso, con las imágenes de la emboscada en cada móvil, tableta o televisor del mundo.

Quizá la campaña estaba diseñada para ocupar Ucrania en una semana -la aludida Blitzkrieg- y no había plan B, lo que evidenció las miserias de las fuerzas armadas rusas: sin pretender ser exhaustivos, hubo falta de previsión, falta de suministros, falta de gasolina, falta de mantenimiento de muchos de sus equipos,  desastre de las comunicaciones, hasta falta de comida para los soldados,  uso de vehículos militares anticuados a medida que avanza la guerra, y falta de casi todo en general, a lo que se unía la resistencia de la población ucraniana, incluso la rusófona, que no estaba dispuesta a que le machacaran el país. Si en Moscú pensaban que en Járkov (este de Ucrania, pegado a la frontera con Rusia y rusoparlante, para más señas) les iban a recibir con flores y vítores, la realidad se afanó en demostrar precisamente lo contrario. Con el tiempo, la invasión fue perdiendo fuelle. El intento de sitio de Kiev hubo ser levantado precipitadamente. En septiembre de 2022, los rusos hubieron de evacuar el oblast de Járkov y Jersón, la única capital de provincia en sus manos, retirándose a la otra orilla del río Dniéper.

La falta de previsión aludida se vio reflejada en algunas anécdotas, como aquella en la que un conductor ucraniano filmaba por el móvil, con bastante afán satírico, a las fuerzas rusas varadas en cualquier carretera y les preguntaba en ruso -idioma ampliamente conocido y hablado por gran parte de la población ucraniana:

 –oye, colega ¿qué haces ahí parado?

– me he quedado sin gasolina –respondía un despistado y aburrido soldado ruso desde la torreta de su tanque.

Sin dejar de filmar con su móvil, el ucraniano volvió a preguntar –¿y a dónde vais?

– no lo sabemos –contestó el ruso

–oye, tío, si quieres os llevo a casa –propuso el conductor, con evidente retranca cuando no ironía

 El ucraniano siguió su camino por la carretera sembrada de tanques y pertrechos rusos detenidos en cunetas y lanzaba al mundo una reflexión: “en resumen: los soldados rusos no saben dónde están ni a dónde van”. Parece un chiste, pero no lo es. En aquel momento había casi, por así decirlo y salvando las diferencias, buen rollito. Y es que rusos y ucranianos no eran enemigos, más bien eran medio primos, hermanos durante la era Gorbachov, viejos conocidos, con conexiones que hacían las fronteras de sus países permeables. Pero eso fue al principio, días de confusión, cuando la guerra no había aún alcanzado toda su crudeza y no morían niños y aún no se llevaban a cabo crímenes de guerra. Pero tiempo al tiempo: volverían las matanzas al suelo europeo: durante la retirada rusa del sitio de Kiev, las fuerzas rusas dejaron al descubierto  masacres como las de Bucha, o Chernigov, entre otros lugares. En otra localidad, Kramatorsk, el ejército ruso usó bombas de racimo contra civiles que esperaban en la estación un tren para salir del país. Perdieron la vida más de cincuenta personas y a todos nos volvieron a la mente las matanzas perpetradas por los serbobosnios en Markale (Sarajevo), en la cola del pan o el mercado. Poco después, asimismo, se descubrió, tras la retirada rusa de Jersón, un centro de tortura en dicha localidad. Aunque las malas lenguas dicen que ya había masacres, torturas y otras violaciones de los derechos humanos desde 2014 en Crimea. Rusia tenía cada vez más difícil conjugar una causa justa como una supuesta «desnazificación» de Urania con lo que se estaba llevando a cabo por sus fuerzas. Se puede seguir sosteniendo el carácter nazi y antirruso de las autoridades de Kiev, pero da muy mal ejemplo un ejército que se da al pillaje y se ve obligado a robar comida porque no tienen qué llevarse a la boca -de nuevo, mala planificación- y donde opera la milicia Wagner, vinculada al Kremlin, cuyas filas están nutridas, entre otros componentes,  por personas que provienen de cárceles rusas a los que se les redime la pena o parte de ella por alistarse.

En fin… se demostró que el ejército ruso podía ser muy eficaz para hacer su guerra, que consistía en arrasar ciudades en Grozni, en Chechenia,  o en Alepo,63 en Siria, con independencia de los civiles a los que hubiera en medio. La cosa cambia si hay móviles filmándolo todo y periodistas en todas partes, y bombardear un hospital o una zona residencial es noticia y lo tenemos disponible casi en tiempo real en cualquiera de nuestros dispositivos, desde Sidney a Madrid.

En cuanto a la población rusa, hay varias posturas, a saber: en primer lugar, muchos piensan (el bombardeo de propaganda gubernamental es eficaz) que en Ucrania son todos una panda de nazis antirrusos -cuando no, como añade el patriarca Kyril, como colmo de todos los males, nido de gais. Este clérigo se caracteriza, entre otras sutilezas, por asegurar que Putin fue puesto en Rusia por…Dios. Del mismo modo existen, en segundo lugar, muchísimos rusos -decenas y quizá cientos de miles en contra aunque, teniendo en cuenta el endurecimiento de las leyes contra todo aquel que disienta de la guerra en Ucrania, trae más cuenta pensárselo. Que te caigan veinte años por decir  “oiga, eso de ir a matar civiles ucranianos está, digamos, regular” induce a estarse calladito. En cuarto y último lugar, “los que votan con los pies”: como hacían húngaros, polacos o checos cuando el telón de acero: simplemente se largaban al oeste: En Rusia, por añadidura, te obligan a alistarte en el ejército: entonces cuando sí que no te lo piensas. De este modo,  cientos de miles de personas en edad militar han abandonado Rusia para evitar ser usados como carne de cañón en Ucrania.  En cualquier caso, estos pequeños focos de oposición no hacen mella en el empeño de Putin de continuar la guerra en Ucrania.

El segundo elemento del fracaso pasa por la resistencia encarnizada de los ucranianos y -de manera particular- el coraje y determinación de su presidente Volodimir Zelenski. El líder ucraniano es, por cierto, judío y rusoparlante, lo que pone en solfa el supuesto objetivo de «desnazificación» del Kremlin. Zelenski demostró ser un maestro de la comunicación en redes sociales. De casta le viene al galgo…toda su vida se la ha pasado en el mundo del espectáculo y fue incluso el protagonista de una serie muy famosa que trataba precisamente de eso, de cómo una persona ajena a la política acaba siendo designado presidente de Ucrania: dicho y hecho. Volviendo a las redes sociales, reenganchamos con el asunto de la guerra híbrida. El líder ucraniano realizaba sus apariciones de un modo, como se dice ahora, muy «bizarro» -o «random«-, como un youtuber más, pero con la diferencia de que era un jefe de un estado, cuya capital estaba prácticamente bajo sitio y con los paracaidistas rusos cerca – y cuando hablamos de «cerca», queremos decir muy cerca. Su obstinación constituía un verdadero quebradero de cabeza para sus asesores de seguridad, quienes le suplicaban que se pusiera su persona a salvo en otro lugar más seguro. Dichas intervenciones, como decíamos, tuvieron mucho más efecto que los misiles y tanques rusos. Poco a poco, perdido el miedo tras evidenciarse que la ofensiva rusa se había apagado, Kiev fue el escenario de visitas de lo más granado de los líderes mundiales: si quiere ser una especie de mocito feliz de la flor y nata de la política planetaria, ahora es su momento: pásese por Kiev y alguna foto caerá.

Pero no se trata solo de la voluntad de resistencia de los ucranios -encomiable, todo hay que decirlo- dejándonos memorables estampas de gente saliendo a la calle increpando a los soldados rusos gritando “damoi” (a casa= vamos, que os larguéis). En realidad, y volviendo a esa voluntad de resistir, coadyuva mucho el hecho de que los estrategas ucranianos sabían que la cosa podía ponerse fea desde 2014 (véase arriba). También lo sabían los europeos y los estadounidenses quienes, desde esa fecha, entrenaron y ayudaron a modernizar un ejército ucraniano más bien anticuado y mal equipado. Pese al desconcierto inicial de febrero de 2022, los militares ucranianos sabían más o menos lo que debían hacer y dónde tenían que estar para defender el territorio.

A continuación, vino, para desgracia de Vladimir Putin, la imprevista cascada de solidaridad europea sin fisuras (que explico en otro artículo): la batalla del relato estaba perdida casi desde el principio. Desde ese momento, la UE y Estados Unidos no han dejado de apoyar a Ucrania; y no sólo con buenas palabras: el envío de armas ha supuesto un terremoto en la arquitectura defensiva de la UE, hasta entonces de lentísimo desarrollo. Ya se ha hablado de guerras convencionales y de guerras híbridas. Si nos ceñimos a esta última modalidad, yo creo que, técnicamente, estamos en guerra con Rusia, crepuscular o no como diría Winston Churchill, con tropas o sin ellas -de momento, sin ellas. En cualquier caso, digamos que lo que están haciendo la UE, EE.UU. y otros países está lejos de ser un tratado de amistad; también dista mucho de mirar hacia otro lado. Las sanciones sin precedentes al país euroasiático repercuten en los oligarcas y en la élite política rusa, pero también en los ciudadanos de a pie.  Y las armas que enviamos ayudan a matar soldados rusos, lo que no produce precisamente alegría en sus familias. Está feo, qué duda cabe, pero quizá no nos quede otra. El dialogo siempre es sugestivo, desde luego, pero igual no funciona para alguien que considera que los ucranianos son rusos (aunque también, no hay problema, nazis, antirusos y homosexuales) y que, en consecuencia, Ucrania pertenece a Rusia, al «mundo ruso«, del que también hablo en otra entrada.

¿Y ahora? ¿qué es lo que viene? Pues, por desgracia, muchas oportunidades para el diálogo no se dan: en marzo de 2023, las autoridades militares rusas siguen proclamando que la guerra -perdón: “operación especial”- no finalizará hasta “desnazificar” Ucrania. No se sabe si pretenden endurece las posiciones de partida ante una eventual negociación o si, como parece plausible, no tienen problema en alargar el asunto, pues los europeos -tarde o temprano- acabarán necesitando el gas y el petróleo rusos y, como dicen algunos, “mira, que se maten entre ellos, nosotros tenemos que seguir”, como si fuera una pelea de niños de recreo en igualdad de condiciones (no me lo invento, es una opinión que no he oído sólo una vez). Al fin y al cabo, el Kremlin tiene incentivos para seguir: molestan a Europa y, para qué engañarnos, ningún pez gordo en Rusia se va a quedar sin comer o sin vacaciones y la población rusa, en fin: ¿ha vivido sin estrecheces alguna vez?.

Por último, siempre se vuelve al realismo: algo habrá que hacer para parar esto. Una revolución no parece posible y, si la hay desde dentro, nada hace pensar que el próximo líder ruso vaya a ser candidato a nobel de la paz. Ejemplos de cambiar líderes «tiranos» los tenemos en Irak, Libia o-retirada incluida- Afganistán:  dichos escenarios demuestran que apartar al sátrapa de turno no implica que la situación mejore sino que va a peor. Lo ideal sería que Rusia se retirara y se diera una autonomía cuasi confederal a Donetsk y Lugansk (reconocidas por la Federación Rusa) . Lo de Crimea, ya lo veo más difícil. La segunda opción pasa por territorios -siempre territorios, ya lo vemos en Israel-Palestina o en Yugoslavia. Es lo más radical: te cedemos el Dombás y nos dejas en paz. Rusia sabe que no puede conquistar toda Ucrania, pero todos saben también que tampoco se puede vencer a Rusia quien, aunque no pueda ganar la guerra, sí que puede incordiar mucho y comprometer la paz europea, añadiendo unos defcon más a la posibilidad de conflagración -nuclear o no. Con todo, tampoco hay seguridad de que Putin se vaya a quedar quieto. Lo único que parece claro y meridiano es que Rusia puede seguir con la guerra aunque se encuentre en la ruina total y que siempre contará con la ayuda extraoficial de Irán, India o, de manera silente, China.  Las propuestas de paz de Pekín suenan bien pero dicen poco, no se mojan como viene siendo su tónica habitual: desarrollo de los acontecimientos le beneficia, porque le pueden generar ascendente y prestigio mundiales. También cuenta con la “mediación” de Turquía, nuevo destino de los vacacionistas rusos.

En fin, que un año después estamos como empezamos y con la certeza de que seguirá muriendo gente en Ucrania del mismo modo que sigue muriendo en otros conflictos mundiales que, no por pillarnos más lejos, se han detenido.

(Otra versión de este artículo puede leerse en: https://www.mentesinquietas.eu/guerra-de-ucrania-como-sigue-esto/)

Por Antonio Rando Casermeiro

Me llamo Antonio y nací en Santander en 1974, aunque soy, sobre todo, de Málaga. Soy licenciado en Derecho e Historia y doctor en Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales por la universidad de Málaga y quisiera dedicarme a ello. Soy un apasionado desde pequeño del este de Europa, especialmente de los Balcanes y Yugoslavia. Me encantan las relaciones internacionales y concibo escribir sobre ellas como una especie de cuento. Soy apasionado de escribir también cuentos y otras cosillas. Desde 2013 resido en Colonia (Alemania)

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